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Sexismo Ambivalente

Desde el marco de la teoría de la Dominancia Social (Sidanius y Pratto, 1999), Pratto y Walker (2004) han planteado un modelo que analiza la discriminación de género en términos de Poder. Según este modelo de Poder basado en el Género, las relaciones históricamente desiguales entre hombres y mujeres han desembocado en una manifiesta asimetría de poder entre ellos, que se configura a partir de cuatro bases o factores vinculados al género: el uso de la fuerza o amenaza, el control de recursos, las asimétricas responsabilidades sociales y la ideología de género. Estos cuatro pilares en los que se basarían las diferencias de poder entre hombres y mujeres no son estáticos sino dinámicos, en cuanto a que una base de poder influye en la otra. Quien adquiere poder en una base es más fácil que adquiera poder en las otras.

Respecto a la primera de estas bases, el uso de la fuerza o amenaza, distintos autores han apuntado a la violencia física y psicológica como la mayor fuente de desigualdad de género (Schwendinger y Schwendinger, 1983). La agresión, la violación, el acoso sexual y el abuso emocional no sólo dañan a la mujer, sino que limitan su poder reduciendo su habilidad para abandonar relaciones dañinas, ya sean familiares o laborales (Fitzgerald, Gelfand, y Drasgow, 1995; Sagrestano, Heavy, y Christensen, 1999). Aunque algunos estudios informan que también hay mujeres que son violentas con su pareja (Strauss y Gelles, 1990), los datos indican que en la mayoría de los casos son los hombres los agresores, siendo sus ataques más graves y violentos (Archer, 2000); de hecho, sufren lesiones y mueren más mujeres que hombres a manos de su pareja (Browne, 1993; Lorente, 2001; Walker, 1999). En nuestro país, las estadísticas indican claramente que los hombres usan más la fuerza y también que las mujeres son generalmente las víctimas de esos delitos. Según los datos del Instituto Nacional de Estadística, en 2005 se cometieron más de 2 millones de delitos y faltas conocidos por la policía y se efectuaron 260.715 detenciones, de las cuales sólo el 10,4% correspondieron a mujeres. Sin embargo, en torno al 95% de los/as adultos/as maltratados/as son mujeres (Echeburrúa y Corral, 1998).

Según Pratto y Walker (2004), no sólo el ejercicio de la violencia puede inducir a otros/as a obedecer, sino también la amenaza de ejercerla; por ejemplo, aunque una mujer no sufra episodios de violencia en su relación, puede sentirse persuadida a permanecer en una relación por miedo a que otra pareja pudiese hacerlo; es decir, su pareja tiene más poder sobre ella que el que tendría si el resto de los hombres no fuesen violentos.

Respecto a la segunda base de poder, el control de los recursos, Pratto y Walker (2004) consideran que los hombres controlan más recursos que las mujeres. Coinciden en esto con distintas teorías del poder como la Teoría de los Recursos de Goode (1971) o la Teoría del Poder de Keltner y cols. (2003), que otorgan un papel primordial a los recursos como factor explicativo de las diferencias de poder. La Teoría de la Interdependencia describe el poder como la asimetría de dependencia entre las partes (Thibaut y Kelly, 1959): controlar más recursos que la otra parte, es una forma masculina típica de acceder al poder y creando esta asimetría de poder, es más fácil controlar exitosamente o establecer las condiciones de la dinámica de la relación de pareja. Estas ideas son similares a la asunción del modelo de Pratto y Walker (2004) que plantea que los hombres (grupo poderoso) controlan más recursos que las mujeres (grupo no poderoso), y esto sería una de las causas que originarían diferencias de poder entre los sexos.
Según Pratto y Walter (2004) la segregación de género en el trabajo es la primera causa de diferencia de sueldo entre hombres y mujeres. Numerosos estudios han mostrado cómo los trabajos donde los hombres predominan mayoritariamente, están mejor pagados y disfrutan de mayor prestigio que aquellas ocupaciones predominantemente femeninas (Pratto y Walker, 2004). Existen algunos indicadores que apuntan a que éste no es un hecho casual, sino más bien una manifestación más de las relaciones de poder entre hombres y mujeres. En primer lugar, ocurre incluso en ocupaciones en las que se requiere el mismo nivel de habilidades (Acker, 1989). En segundo lugar, cuando las ocupaciones pasan de ser dominadas por hombres a dominadas por mujeres (por ejemplo, secretaria), los salarios disminuyen así como el prestigio asociado a ellas (Reskin, 1988; Sanday, 1974). En tercer lugar, incluso mujeres de alto estatus, con ocupaciones bien pagadas, reciben salarios inferiores a los hombres en iguales puestos. Y en cuarto lugar, dentro de una misma ocupación, los hombres son mayoría en los sectores mejor pagados.

Estas diferencias de poder en el control de recursos quedan claramente reflejadas en distintos indicadores sociales. Por ejemplo, si analizamos la situación laboral femenina, encontramos evidencias empíricas de este reparto desigual. En España, la tasa de paro femenina en 2006 fue del 11,4%, mientras que la masculina fue del 6,1% (INE, 2007). También son diferentes las tasas de trabajo a tiempo parcial: en el 2006, en España el 4,3% de los hombres disfrutaba de un contrato a tiempo parcial frente a un 23,2% de mujeres (INE, 2007). Respecto a la retribución económica, según datos de la estadística “Mercado de trabajo y pensiones 2006” elaborada por la Agencia Tributaria, en ese año las mujeres ganaron de media 5.521 euros anuales menos que los hombres. Estos datos de nuestro país avalan la hipótesis de Pratto y Walker (2004) de que los sistemas económicos de remuneración asociados a prestigio, seguridad y libertad, favorecen a los hombres sobre las mujeres en gran variedad de sectores y ámbitos.

Respecto a la tercera base de poder basado en el género, las obligaciones sociales, Pratto y Walker (2004) afirman que tienen una compleja pero importante relación con el poder. En general, el miembro de la pareja que tenga menos obligaciones sociales dispondrá de más poder. El matrimonio y la crianza de los hijos organizan una división del trabajo por género, mediante la cual generalmente los hombres adquieren recursos y las mujeres proporcionan cuidado. Para Pratto y Walker, esta división sería una solución a la necesidad crónica del cuidado y a la necesidad de conseguir recursos para la crianza de los hijos. Dado que los costes del trabajo remunerado son más altos para las mujeres que para los hombres, puede parecer que beneficia a la familia que la esposa trabaje en el hogar y el marido gane el salario (Becker, 1981).

Un problema con este sistema es que la aparente división complementaria de tareas es raramente complementaria en términos de poder, y puede conducir a la desigualdad entre hombres y mujeres. Los costes y beneficios asimétricos de las obligaciones familiares, constituyen una fuente de desigualdad de poder en sí mismos y las consecuencias de esta desigualdad contribuyen a agudizar la asimetría en otras bases de poder, como por ejemplo, en el acceso a los recursos. Las obligaciones sociales, tradicionalmente desempeñadas por mujeres dentro de las relaciones de pareja, la han relegado en no pocas ocasiones al ámbito doméstico y al cuidado de los miembros de la familia; su papel ha quedado muy vinculado a la esfera privada, al tiempo que la esfera pública se convertía en el hábitat natural del sexo masculino. Según Pratto y Walker (2004) esta separación entre lo público y lo privado es clave para comprender la persistencia de la desigualdad de género. A pesar de que el siglo XX ha visto cómo se producía la progresiva incorporación de las mujeres al trabajo asalariado, la mujer ha seguido siendo percibida como la principal responsable de la calidad de las relaciones familiares y las tareas domesticas. Sus funciones de cuidadora atribuidas socialmente incluso han impregnado la identidad femenina en el mundo laboral, subordinando el desarrollo profesional al cumplimiento de sus tradicionales obligaciones familiares.

Las tareas domésticas siguen siendo predominantemente femeninas; en España, las mujeres dedican como promedio diario cuatro horas y veintitrés minutos al trabajo no remunerado, frente a los 90 minutos que dedican los hombres (INE, 2007). Un porcentaje significativo de mujeres abandonan su empleo o trabajan a tiempo parcial entre la edad de 25 y 35 años para poder cuidar de sus hijos/as y hasta que no transcurre un tiempo no vuelven a empleo de tiempo completo (OIT, 2004). Concretamente, en España en 2006, el 95,33% de las excedencias solicitadas correspondieron a mujeres (INE, 2007) y en 2007 el porcentaje de mujeres ocupadas a tiempo parcial por el cuidado de menores o de personas adultas enfermas fue del 17.9% frente a un 1 % en el caso de los varones (INE, 2008).

La ideología, última base de poder del modelo de Pratto y Walker (2004), es definida como una forma de entender, común a una cultura. Cada sociedad aplica una serie de modelos que justifican o desaprueban las acciones de las personas y sus prácticas sociales. Pratto y Walker describen cómo la ideología ayuda a crear diferencias de poder, y en ocasiones legitima el status quo de unos grupos sobre otros, como en el caso de la desigualdad según el género. El sexismo como ideología incluye todos los aspectos de nuestra conducta y costumbres, nuestro lenguaje y nuestras instituciones sociales que crean desventajas para las mujeres. Socialmente se construyen distintos rasgos, roles y atributos para hombres y mujeres, así como los modelos de comportamiento que se espera de ellos. El hombre dominante crea la escala de valoración social que afecta a todas las mujeres y además, crea las normas de comportamiento que, siendo masculinas, sin embargo se universalizan, se imponen como tales a todos los dominados y con singular fuerza a las mujeres (García, 1994). Diferentes estudios encuentran que a la mujer se le asignan rasgos como cálida, comprensiva y afectuosa, lo que provoca que se le asignen roles como ama de casa, madre o enfermera; por el contrario, al hombre se le asignan rasgos como racional, inteligente y eficaz, características que se asocian con roles de dirección y organización (Pratto y Walker, 2004).

La discriminación que sufren las mujeres está relacionada con la existencia de este tipo de estereotipos y actitudes (Moya, 2004). Numerosas investigaciones han podido documentar cómo las sociedades sexistas facilitan directa o indirectamente el maltrato de las mujeres (p.e. Dobash y Dobash, 1979; Martin, 1976).

El modelo de Poder basado en el Género de Pratto y Walker (2004) aporta las pautas para el análisis de la posible relación con la violencia de la asimetría de poder entre hombre y mujer en la pareja. En la medida que la violencia doméstica se encuentre motivada principalmente por el intento de ejercer poder y control del agresor sobre la víctima (Dutton, 1992; Walker, 1999), las diferentes bases del poder basado en el género deberían estar implicadas. El modelo de hecho señala que los hombres utilizan la violencia física, psicológica o sexual como estrategia de control para perpetuar la supremacía y el poder masculino. Los hombres usarían la violencia como estrategia para corregir las diferencias de poder percibido. Así, por ejemplo, distintas investigaciones han constatado que las esposas abusadas manifiestan sentir menos poder que sus maridos (Johnson 1995; Sagrestano, Heavy y Christensen, 1999) y que los hombres que tienen menos poder económico, educacional o estatus ocupacional que sus mujeres (Hournung, McCullough, y Sugimoto 1981) o que perciben tener menos poder de decisión que sus esposas, son más propicios a usar la violencia (Babcock, Waltz, Jacobson y Gottman, 1993).

En una primera aproximación empírica al modelo de Pratto y Walker (2004), Montañes y Megías (2007) han analizado la percepción de las mujeres maltratadas sobre el poder que ellas y sus parejas o exparejas ejercen o han ejercido en sus relaciones, es decir, cómo perciben las mujeres víctimas de violencia doméstica tanto su poder como el de su pareja o expareja, según las cuatro bases: fuerza, obligaciones sociales, recursos e ideología.

Pratto y Walker (2004) proponen que la desigualdad de género puede ser entendida analizando la distribución asimétrica de las cuatro bases de poder. Así, era de esperar que se encontrara que las mujeres víctimas de malos tratos percibiesen una asimétrica distribución de poder en sus relaciones de pareja. Concretamente, se esperaba que los resultados corroborasen que las mujeres víctimas de violencia doméstica perciben tener una mayor carga de obligaciones sociales, menor control de recursos, recurran menos al uso de la violencia y presenten un ideología menos sexista que sus compañeros.

Participaron en la investigación 48 mujeres víctimas de maltrato doméstico. 18 de ellas (37,5%) eran usuarias de las Casas de Acogida para Víctimas de Malos Tratos y 30 (62,5%) eran usuarias de distintos dispositivos de ayuda y asesoramiento a mujeres de las Comunidades Autónomas Andaluza (21 mujeres, 43,8%) y Navarra (9 mujeres, 18,7%).

Para esta investigación se diseñó un instrumento específico para evaluar los tipos de maltrato sufridos (físico, psicológico y sexual) y para medir la percepción de las víctimas en cada una de las bases del poder. Los resultados obtenidos confirmaron la percepción de asimetría de poder entre los miembros de la pareja. Tal y como postula el modelo de Poder y Género (Pratto y Walker, 2004), las participantes en el estudio informaron disponer de menos recursos que sus compañeros, hacer menos uso de la fuerza, presentar una ideología menos sexista y recaer sobre ellas más obligaciones sociales.

Como se hipotetizó, existe una clara asimetría de poder en las cuatro bases. Estas impresiones visuales fueron corroboradas por las correspondientes pruebas. Estas diferencias podrían ser engañosas en el caso de que las mujeres en realidad hubiesen contestado de forma complementaria en las bases de poder relativas a ellas y a sus parejas, es decir si cuando puntuasen alto en una base relativa a ellas lo hiciesen bajo al referirse a su pareja y viceversa. Si las participantes hubiesen utilizado la estrategia de responder de manera inversa entre sus comportamientos y los de su pareja, tendríamos que esperar correlaciones negativas significativas en las cuatro bases. Sin embargo, las correlaciones entre las puntuaciones de las participantes y sus parejas son estadísticamente significativas sólo en las bases de recursos y obligaciones, pero no así en las de fuerza e ideología.

Los resultados principales del estudio confirmaron el supuesto principal del modelo de Poder y Género (Pratto y Walker, 2004), esto es, que las mujeres víctimas de malos tratos tienen menos poder en las 4 bases respecto a sus parejas o exparejas, de tal forma que asumen una mayor carga de obligaciones sociales que los agresores, usan menos la fuerza, controlan menos recursos y presentan una ideología menos sexista.

El uso de la fuerza para resolver conflictos interpersonales se convierte en una opción probable cuando hay un desequilibrio de poder, y el fenómeno que denominamos violencia doméstica sólo es posible en relaciones desiguales, en las que aún cobra vigencia el código patriarcal (Expósito, Megías, Herrera y Montañés, en prensa). La violencia puede ser usada de forma sistemática para el mantenimiento o desarrollo de una jerarquía de poder de géneros y desigualdades estructurales nutridas por el sistema patriarcal imperante.

 

Factores presentes en la Violencia de Pareja

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